“Yo nací mujer”, le dijo a su madre, con tan solo 13 años y una mezcla de seguridad y necesaria testarudez, la activista argentina por los derechos de la comunidad trans Claudia Pía Baudracco. Contraria a la idea acuñada por Simone de Beauvoir que sostiene que “mujer no se nace, se hace”, Baudracco siempre supo, a pesar de lo que le decían en su casa, en la escuela y en la calle, que ella no era un varón.
Si te viera tu madre, primer libro de la editorial del Archivo de la Memoria Trans compilado por María Marta Aversa y Matías Máximo, cuenta las andanzas y activismos de Baudracco, conocida como “La Gorda”, y cuanta también cómo se convirtió en una de las figuras más importantes de la comunidad trans argentina. En la línea de otras próceres travestis como Lohana Berkins o Diana Sacayán, los aportes de Baudracco fueron fundamentales para la obtención de derechos como la Ley de Identidad de Género o el acceso a la salud y a la escolarización.
Su activismo, sin embargo, no tiene un punto preciso de partida. La afirmación de la mera existencia y la defensa de su identidad, de tan chica y con una claridad inusitada para la época, la colocaron desde su temprana adolescencia en una posición disruptiva que la obligó a huir de su casa y de la escuela.
En ese entonces, crisálida de la inmensa activista en la que se transformaría en los años siguientes, Baudracco ya había aprendido la importancia de “el teje”: el cultivo de amistades y relaciones afines en un contexto represivo, discriminatorio y expulsivo. A los 14, recién llegada a la Ciudad de Buenos Aires, supo encontrar otras travestis como ella que pudieran guiarla, maternalmente, en los primeros pasos de su transición.
En 1983, muy lejos de la Ley de Identidad de Género y todavía bajo el yugo de los edictos policiales que prohibían y castigaban la diversidad, Baudracco se las ingenió para conseguir, a tan corta edad, las hormonas necesarias para comenzar su transición. Como todo lo que se hace de manera clandestina, sin embargo, ese deseo acarreaba algunos peligros. Sin poder consultar con un profesional de la salud, los saberes se pasaban de boca en boca, de las travestis más viejas a las que recién se calzaban sus primeros tacos.
Los años fueron pasando, pesados. La democracia volvió definitivamente, pero no para todos. La represión policial y la desidia estatal hacia la población travesti-trans no mermaron con los siguientes gobiernos elegidos popularmente, a lo que se le sumó la llegada de la “peste rosa”. Tras un diagnóstico de VIH positivo, Baudracco partió hacia Europa. Vivió algunos años entre Suiza e Italia, donde incorporó otra perspectiva. “Yo digo que la experiencia más positiva que tuve de Europa fue el haber vivido en un país donde la policía estaba para cuidarme y no para perseguirme, cobrarme coima o encarcelarme. Eso me hizo reflexionar, y un día pregunté cómo lo lograron, cómo era que yo podía estar en una esquina ejerciendo el trabajo sexual y que la policía me protegiera en vez de perseguirme y detenerme”, cuenta ella misma.
En 1993 decidió volver definitivamente a Argentina para intentar cambiar una realidad que la había obligado a huir. “Teníamos que organizarnos, primero para salir a comprar el pan tranquilas y no volver de la comisaría con la verdura marchita y la carne podrida”. Ese mismo año fundó, junto a María Belén Correa y otras activistas travestis, la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina (ATTTA), que presidió en sus primeros años. La ATTTA, todavía activa, fue una de las organizaciones responsables de la derogación de los edictos policiales con los que se las perseguía, una de las más grandes deudas de la democracia.
Si te viera tu madre logra, a partir de entrevistas, testimonios, fotos y material de archivo, ponerle nombre a una de las activistas más importantes de la comunidad travesti-trans argentina, una de las tantas que, a pesar de su inmensa labor, todavía no cuenta con el reconocimiento que merece. Este libro es el primer paso para saldar esa deuda.
Leé un adelanto de “Si te viera tu madre”
LOS PRIMEROS AÑOS
Una infancia inquieta
—¿Y esa cabra? ¡Devolvé esa cabra!
A los 12 años Claudia no quería ir más a la iglesia y diseñó una estrategia tan rara como astuta. Si se robaba una cabra del rebaño del templo y la llevaba a su casa, su familia sentiría vergüenza y no la mandarían de nuevo a misa. Eso explica por qué una tarde su mamá llegó de trabajar y se encontró con la cabra atada al árbol.
—Me la traje de la iglesia.
—Andá a devolverla.
—No. Decile al cura que la tengo yo —dijo Claudia con la misma terquedad que dos años más tarde la destacaría entre las travestis de Villa Madero, “el barrio de las travestis”.
El chantaje de la cabra funcionó. Venado Tuerto, un pueblo de agricultores al sur de Rosario con poco movimiento, salvo la Fiesta Nacional de la Semilla, ya era un infierno grande en el que nadie quería ser el tema de conversación. Ese día la cabra desapareció y Claudia no volvió a las misas.
Este no había sido el primer encontronazo con la iglesia. Tampoco sería el último: a los 8, la habían mandado a un colegio pupilo de varones donde la aguantaron solo unos meses. Caro, la hermana seis años menor que Claudia, recuerda el día que llamaron por teléfono para pedir una reunión urgente: “Según el cura, cuando la mandaban a jugar a la pelota, mi hermana se subía los pantalones short hasta entre medio de la cola, dejando los cachetes afuera. Decían que ‘sus maneras excitantes’ distraían a los compañeros, y mamá tuvo que sacarla ese mismo día después de la reunión. Había empezado en el colegio pupilo de Rosario desde primer grado porque en Venado era costumbre, para que una persona saliera correcta y tuviera buena enseñanza, que el varón fuera pupilo; y las mujeres, al colegio de monjas. Yo iba al de monjas”.
Cuando salió del pupilaje la anotaron en un colegio del Estado donde duró poco. Decían que tenía un vocabulario zafado con el que provocaba que los compañeros no la aceptaran. La solución para que no quedara analfabeta fue que la madre llevara las tareas a su casa y Claudia solo se presentara para dar las pruebas. Así fue hasta los 13, cuando la familia decidió dejar el pueblo y probar suerte en Buenos Aires.
Los documentos dicen que Claudia Pía Baudracco nació en La Carlota, provincia de Córdoba, el 22 de octubre de 1970. Cuando tenía 2 años, una hermana que le llevaba cinco murió por un tumor en el cerebro y dejó una marca en la familia: esa pérdida, el relato del dolor contado con diferentes detalles según el paso del tiempo, quedaría retumbando en algún lugar de la cabeza de Claudia. ¿Una prueba de esas resonancias? Al empezar su transición visible de género, eligió llevar su nombre como homenaje: Claudia.
Que su nacimiento fuera en La Carlota se dio de casualidad, ya que sus abuelos tenían un hotel allá y su familia había viajado de visita cuando llegó el momento del parto. Su papá, Carlos Baudracco, vendía repuestos de autos y eso lo hacía viajar constantemente, mientras su mamá, Estela Graciano, se dedicaba a los trabajos de la casa y las crianzas. Esta estructura cambió de un día para otro. El papá de Claudia murió a los 31 y su mamá tuvo que salir a buscar el sustento fuera de las tareas del hogar.
Fue en esa época que Claudia empezó a estar muchas horas sola en su casa, con su hermana menor y una chica que las “cuidaba” entre comillas, porque solía dejarlas en la pieza para tener encuentros furtivos en la cocina. Claudia aprovechaba la soledad para fugarse: abría la ventana de su cuarto, que daba al patio, subía al techo y se iba. “Me decía ‘dormite que la hermana ahora viene’. Se iba y volvía al otro día a la hora que sabía que mi mamá venía a vernos. Hacía esas cosas locas, no me contaba a dónde iba y nunca lo supe”, dice Caro.
En esas horas que tenían libres de adultos, Claudia solía vestirse con prendas de su hermana y su mamá: se subía a tacos que le quedaban grandes y polleras que le iban chicas para andar por la casa con una maestría felina. Tenía piernas rellenitas y le gustaba usar los pantalones bien pegados al cuerpo. Si bien no se podía vestir como ella quería, intentaba que en la “ropa de hombre” que la obligaban a usar hubiera algo que llamara la atención de que ella no era un hombre. Cuando la hicieron tomar la comunión, su mamá le había comprado un trajecito y ella se negó a usarlo: le hizo unas pinzas a su gabardina preferido para que le diera un buen calce y se puso una camisa también ajustada.
Después de la muerte del papá de Claudia, la mamá formó una nueva pareja y, en 1983, tuvo a Facundo, el hijo menor de la familia. Pero esa relación duró poco. Cuando el bebé cumplió un año, el padrastro empezó con ataques de esquizofrenia y tenía arranques violentos que nadie sabía controlar. El hogar se volvió un espiral de violencias, una cadena de quién culpaba a quién. La madre decidió que había que poner un corte a ese vínculo, por el bien de sus hijos, y pensó en vender la casa de Venado Tuerto para empezar de cero en Buenos Aires, donde había algunos familiares que le podrían dar una mano. Le preguntó a Claudia, que por entonces tenía 12 años, si le parecía una buena idea y ella fue la más contenta. El pueblo le quedaba chico e irse era justo lo que deseaba: tenía la posta de que en la ciudad había personas que la ayudarían a ser mujer.
Al llegar a Capital Federal, fueron a vivir a la casa de una tía, pero Pía no quería saber nada de estar ahí.
Marica, mariquita, mariconcito, putito, gordito puto.
Sus primos le ponían adjetivos a sus modales todo el tiempo, tanto que cualquier cosa, incluso la calle, prometía ser un lugar mejor. En pocas semanas, Claudia había empezado a hacer los tejes necesarios para relacionarse con los contactos que le habían pasado en Venado Tuerto, esas personas que la ayudarían a hacerse el cuerpo y conseguir plata a pesar de ser tan chica.
Escapar del infierno de esa casa fue un salto hacia la adultez prematura. Así conoció a La Tabi, su primera madrina travesti. “Ella se va con La Tabi porque alguien en Venado le había dicho que la iban a entender en su proceso de cambio. La Tabi vivía en Constitución y ya era una travesti grande, que entendía los códigos de la calle y cómo manejarse. Le dio un lugar y Pía se quedó. A veces venía a vernos, pero poco”, recuerda Caro.
Con 13 años Claudia empezó a tomar las hormonas que se recomendaban de boca en boca en lo de La Tabi. Ninguna sabía bien las dosis, pero el cóctel feminizante era un saber popular que se pasaba entre generaciones. Tampoco precisaban recetas magistrales para conseguirlas, ya que tenían marcadas las farmacias donde les vendían sin la burocracia de ir a un endocrinólogo.
Entre la ropa y las hormonas la imagen de Claudia empezó a cambiar rápido. También se dejó el pelo bien largo y lo tiñó de un rubio platino desbordante. Era otra: la ciudad se le metió en el cuerpo.
Cuando su familia dejó la casa de la tía y fue a vivir a un hotel, Claudia se les unió. Su mamá estaba impactada con el cambio de imagen; en 1983 no era común ver esas transiciones, salvo que fueras una cantante de rock glam. En esa época, las únicas travestis visibles aparecían en la sección de policiales de los diarios.
—¿Qué es lo que está pasando? Tenés los pezones hinchados, esa tintura amarilla que te pusiste, ¿qué es? —le dijo su madre en el hotel.
—Yo quiero ser mujer —dijo Claudia.
—No puede ser.
—Sí. Lo vas a tener que aceptar porque yo quiero. ¿Vos te acordás todo lo que pasaba en el colegio? Quiero que entiendas que yo nací mujer. No soy hombre.
—No. No puede ser.
Pasarían tres décadas para que su madre llamara Claudia a Claudia. De a poco la aceptaba, escuchaba sus historias e incluso iba a pasar navidades con otras travestis y trans amigas. Pero en todo momento su madre la seguía llamando con el nombre masculino que le puso al momento de parirla. Para Caro, en cambio, la transición fue de lo más natural, algo que no le llamó en absoluto la atención: “Yo entonces tenía 8 años pero para mí fue lo más normal del mundo, porque nunca llegué a verla como hombre. Ella hacía cosas afeminadas cuando yo era chica y cuando entré a mi adolescencia ya se vestía de mujer. No es algo que me haya afectado. A mí me preguntaban y decía ‘mi hermana’. La gente, cuando salíamos a la calle, le gritaba todo el tiempo ‘puto de mierda’. ‘¿¡Qué te pasa, la concha de tu madre!?’, era mi respuesta. Me molestaba mucho que la trataran así”.
Cuando lograron vender la casa de Venado Tuerto, compraron un departamento en Once, donde había libertad total doce horas al día: su madre había entrado al instituto de salud Luis Pasteur como administrativa y hacía un horario de ocho de la mañana a ocho de la noche. En esos ratos, el departamento de dos ambientes era el punto de encuentro de Claudia y sus amigas travestis y trans. Se montaban, compartían trucos de maquillaje e imitaban a Rafaella Carrá y Moria Casán. Estaba de moda bailar como los carolos agraciados de la Carrá y usar la peluca como un látigo que se movía junto a la cabeza. ¡Pum! Me explota, explota, me expló ¡Pum! Explota, explota mi corazón. El cuerpo de Moria era un ideal donde las flaquezas no tenían sentido, todo debía hacerse mostrando la carne rebosante de pechos, cola, boca y ojos. Se decía que en todo cuerpo hay algo exuberante, solo es cuestión de subrayarlo. Sin importar qué día fuera, la casa se volvía una fiesta que daba caricias por lo mismo que afuera venían las palizas.
No duró mucho. Los de abajo, los del costado y los de arriba se quejaron con su mamá: el desfile que se juntaba en el piso 7 sobrevivió unos meses y la fiesta tuvo un final. Después de probar el placer de tener el deseo en el cuerpo no hubo retorno. Con 14 años, sin ganas de perder tiempo en cosas que no fueran ser ella misma, Claudia se fue de su casa.
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